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«Tal como san Mateo pone en boca de Cristo las ocho bienaventuranzas, tienen un esquema que me parece esencial, pero que casi siempre se pasa por alto: «Bienaventurados los que…, porque…», y a continuación una promesa de lo que serán o les sucederá. Por ejemplo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.» Todas las bienaventuranzas tienen la forma de una promesa, justificada por una actitud, una instalación o una condición -los limpios de corazón verán a Dios—. A esas condiciones corresponde una felicidad, una bienaventuranza prometida; lo esencial es la referencia al futuro y la conexión con algo que es propio del hombre: actitud, instalación, forma de conducta. » Personalmente, lo que me parece más interesante y significativo en la formulación evangélica de las bienaventuranzas, que es la que ha llegado a nosotros, es la conexión de la peculiaridad de cada vida personal, singular, terrenal, con la bienaventuranza prometida. Dicho con otras palabras, una conexión de esta vida con la otra, con la que se espera.» (Del prólogo de Julián Marías.)